Ahora que regresé a la escuela he pensado - al caminar en la calle, mientras cocino y mientras leo - en mi experiencia en las aulas; desde niña, desde el salón lleno de niños en el que me enamoré por primera vez - mera referencia - gracias al cual mis padres aprendieron a enseñarme los verdaderos nombres de las cosas, hasta las clases universitarias en que los profesores aprendieron la blandura de los límites de su propia paciencia, gracias, "gracias" a mí. Pienso que no he olvidado todo, pero casi lo he logrado, sí, tal vez algún día me hice el propósito de olvidar todo eso que ya logré olvidar y así al menos implicaría un triunfo, pero lo he olvidado.
De genética, historia de la taxonomía, historia de la revolución, de las garantías individuales, reglas de acentuación de palabras con diptongos, nombres de los huesos, química orgánica, química inorgánica, la fecha de la muerte de Benito Juárez, de Nezahualcóyotl, el círculo de Re, ciertas funciones del adobe photoshop, estadística, vida celular, átomos y moléculas: no he olvidado que esos temas existen y reconozco claro el recuerdo de mi decisión de no aprender el contenido de algunos de ellos, desde que los confronté por primera vez en casos, otros desde la segunda; en mi mente cada uno de aquellos nombres es el nombre de un conflicto que en lo particular me llevó a retener u olvidar, aunque el recuerdo de ese conflicto tampoco me lo garantizan.
Me pregunto porqué en cambio me persiguen las palabras de dos o tres personas en las calles, porqué las conservo casi con todo y el color del piso en que aquellas personas estaban paradas cuando las dijeron y el tono de sus voces, qué hay de cierto y de importante, por ejemplo, en que yo tenga cierta predisposición a la tragedia, qué importa que un ramo de flores sea una ofrenda de células, cuan guapa soy, cuan inteligente, cuan necia...