miércoles, 31 de agosto de 2011

Cabañuelas


Recuerdo mi primera casa. El olor de la cantera después de llover se mezclaba con el de tabaco, impregnado en las escaleras del edificio, y entraba con mi padre a las tres de la tarde (no sé cómo hacía mi madre para que el olor no se fijara dentro). Él tomaba el acordeón y tocaba una canción, lo guardaba en su caja, venía a la mesa, pedía tortillas y nos contaba historias. Parecía feliz. Cuando tenía problemas, nosotros lo sabíamos. Mi hermano y los desperfectos de su peinado a esa hora. Mi madre y su inconformidad con las cortinas de la cocina. La perra blanca. La perra negra. El perico que murió tragado por el gato de la amiga gorda y rubia de mi hermano. Yo y tantas cosas del día que sospechaba tortuosas e innecesarias. La reflex abandonada. Los coches nuevos usados. La construcción de la nueva casa que todos cuidamos. El jardín y el árbol, que nunca creció: un tabachín, regalo del mejor amigo de mi padre. El nuevo tabachín que creció pero nunca dio flores, que sigue ahí. Mi maldecir, esta nunca fue mi casa, yo nunca he vivido aquí. Los amigos a quienes confesé porqué había decidido odiar esa casa. Lo hermosa que es. Los vitrales de mi madre y las pinturas de Restituto. Los ensayos con mi hermano y las escaleras de caracol. Las cartas que tiré. Las fotos que tiré. Los recuerdos accidentados de los que ahora está llena y las cartas llenas de dibujos que nunca tuve porqué tirar. Mis cuatro diarios. Mi hermano mirándome desde la escalera. Mirándonos, a mi novio y a mí. Mis amigos. Mi cumpleaños. Mi primer gato. Las hermanas de cabello castaño que me llevaron al gato en una canasta guinda, forrada de una tela beige con estampado de cerezas. Yo me quería ir. Me iba a la casa de mi amiga, donde su madre me hablaba de su familia y de sus fantasmas. Subíamos a la azotea y hablábamos de irnos de San Juan. Ella se fue primero. Luego Rafael. Luego terminó la prepa y me fui a casa de mi abuela. Cuando llegué a casa de mi abuela ella ya no cocinaba. Le decía piezas a las recámaras. Tenía la suya repleta con imágenes de santos y fotos de mis primos y mis tíos. Y esas carpetas de ganchillo que nunca dejó de hacer. Y las violetas. Le gustaba reírse de lo que yo le contaba. Me gustó acostumbrarme al olor de esa recámara. Me tardé más de una semana en extrañarla. En las escaleras del patio. Mi hermano y yo fuimos juntos a ponernos un arete en la ceja, a media cuadra de esa casa. También había una peluquería vieja. Tendría dos o tres clientes. El peluquero tenía colgados los periódicos donde anunciaban pastorelas en las que había actuado cincuenta o sesenta años atrás. Yo me habría hecho cortar el pelo por él. Mi primer sueldo. Mi primer aguinaldo. Me teñía el pelo. Cantaba por teléfono. Las torres gemelas. Antes y después de las torres. Demasiadas mudanzas. Regresé a San Juan a vivír con mis padres en aquella casa. Me fui de San Juan. Recuerdo mi primera casa.

sábado, 20 de agosto de 2011

Más



En Japón se mira el blanco y no lo negro. Se diseñan los espacios vacíos y no sus límites. Nosotros nos perdemos de Japón y miramos formarse sin sentido el espacio entre nosotros. Aquí hablamos. Sumimos una mano y recargamos la cabeza. Aquí flotan dibujos de nuestra versión más aséptica y perfecta.

domingo, 14 de agosto de 2011

El niño perdido


Era una vez un niño que vivía en un lugar inexistente. Este niño hizo una cita con un hombre que sabía cuánto tiempo había pasado desde que ese lugar dejó de existir. Se dice que el hombre lo buscó en la hora acordada.
Era una vez, a la una de la tarde, hora de Buenos Aires, Argentina, cuando yo tomaba una clase de argumentación temprana en un salón del quinto piso de la facultad de filosofía y la profesora se detuvo; dejó de hablar, se quedó mirando las ventanas frente a ella, detrás nuestro. Entonces voltee, era de noche, completamente noche. Alguien prendió un laser color verde y lo lanzó desde su ventana. Dicen que la profesora dijo que el cielo de Mendoza se pone así de oscuro antes de granizar. Y cayeron granizos de diez centímetros de diámetro. Una de mis compañeras de clase había dejado su carro en la calle, y la profesora le recomendó no salir: “Ahora salís y las playas de aparcamiento están llenas de gente”.  Y los que andaban en motocicleta. Y el niño perdido.