miércoles, 30 de noviembre de 2011

Ming




En casa de mis padres sirvió un chino. Cómo llegó a México y a esa casa, no sé, en su momento me parecía tan natural como las sirvientas que lo precedieron y sucedieron; todas mujeres y oriundas de rancherías cercanas a mi pueblo.

¿Dónde pongo la cubeta, señora? , preguntó por la tarde de su primer día de trabajo en la casa, ¿la subo? No, contestó sin más mi madre, con lo cual supe que el chino iba ya a enterarse con quién trataba. ¿La guardo en el cuarto de atrás? No, no la guardes. ¿La saco? ¿La llevo al patio? No, no la lleves al patio. ¿La lleno de agua, trapeo de vuelta? No, ya es suficiente. ¿La tiro a la basura? No. ¿La lleno de ropa con jabón a remojar? No, no laves ropa ahí. ¿Le pongo una penca y la lleno de tierra? No, no le plantes nada. ¿La pinto de verde y le pego un pico? No. ¿Le quito una pata a esta mesa y la suplo con ella? No. ¿La pateo? No. ¿La pongo boca abajo, me siento en ella? No. ¿Le pongo un nombre, la llevo a bautizar? No. ¿Le amarro un lazo y la llevo de pesca? No. ¿La cuelgo en la regadera? No. ¿La pongo a marinar? No. ¿Se la obsequio a la vecina? No. ¿Le hago el amor, me caso con ella? No. ¿La dejo aquí mismo? No, no la dejes.

Fueron unos tres años, no particularmente felices ni tristes, ni más aburridos que los demás, hasta que un día se rompió el asa de la cubeta y el chino se fue. Quiero decir: supongo que se habrá roto la cubeta, pero no lo sé.

3 comentarios: