Otra vez contemplar el camino de la regadera al desagüe. Pienso que en este charco,
inmenso, se podría terminar mi vida o alguna de las funciones motrices de mi
cuerpo. Con un miedo que no es miedo, sacudo el agua del cabello,
las piernas y los brazos, el cuello, el torso y el afuera del sexo. Repito
palmadas pensamientos parecidos a los del día anterior.
Cuando
salgo del baño, desde el cuarto contiguo se escucha el borboteo. Me embarro las
cosas blancas lo más rápido que puedo y al mismo tiempo que el olor, mientras
me pongo la ropa, llega a mí la voz del viejo: el café... ya está el café...
Voy, le digo. Tomo mi taza y mi bolsa. Soy empleada de un político y él, "vende
cerebros".
Entro al
cuarto. Acerco una silla a la cama de la que no ha salido para preparar el
primer café de hoy. Si hablamos del mundo, del mío. El
olor a galletas se va, tal vez le pregunto que está leyendo. Sabe que en unos minutos lo voy a olvidar. Le doy un beso. Le digo gracias. Se burla de su rutina y yo salgo a dar otra vuelta al exterior del centro del universo.
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